Querido Pepe, querido Antonio

Por Luis López-Aliaga

1.

Todo tiende al acuerdo, al buen gusto y la buena onda, como si la literatura chilena fuera ese salón vigilado en el que nadie se atreve a romper un huevo, básicamente por miedo a quedar fuera, excluidos de una fiesta que, por lo demás, nunca termina de empezar, porque demasiada algarabía también es mal vista. Hay mejores y peores momentos, es cierto, pero la tendencia es a la componenda, a un orden que, sobre todo, garantice las posiciones de quienes administran nuestro fundo literario.

Hubo, hace no mucho, una suerte de estallido de independencia editorial que, en algún momento, hasta pareció que ponía en jaque el proyecto conservador. Pero a última hora la revuelta fue controlada y se pactó una restauración que le concedió a algunos pocos elegidos la penosa ilusión del ascenso y la pertenencia. Así todos felices. El campo convertido, otra vez, en un vaso de leche.

Es el espíritu de los noventa que escribe sobre un tablero de ouija, letra por letra, una promesa de paz y orden en medio de la violencia y el caos. Matías Rivas lo resumió muy bien: "La cultura une a las personas desde otro lugar. Eso trae una sensación de paz que hace falta. La cultura sirve para que la conversación no sea tan brusca, tan violenta”.

Un sentido ecuménico que, seguro, compartiría Donoso, nuestro querido Pepe, que este año pareció cumplir su sueño de trascendencia unánime, sin pasar por las pellejerías del cuestionamiento plebeyo, ni someterse a los resentidos que vienen a ponerle pelos a la siempre tibia sopa de letras.

Una idea que, en los noventa, se vendió como la gran ilusión de felicidad para un país que salía por fin del oscurantismo. La cultura, los libros, como un espectáculo ecuánime que, de paso, controlaba los arrebatos de cualquier cuestionamiento a la política económica que otros, más prácticos y vulgares, estaban implementando en ese preciso momento. Es la idea detrás del Show de los libros, esa gran apuesta televisiva que materializó Skármeta, nuestro querido Antonio.

Resulta paradójico y elocuente que este año Donoso y Skármeta terminen encaramados sobre el mismo pedestal de la unanimidad celebratoria, pactando, a modo de centenario o despedida, un acuerdo de silencio al que convocan también a las nuevas generaciones.

Y en esta recurrencia que tiende al acomodo, al homenaje y a la santidad, se cancela la posibilidad de una reflexión sobre los trasfondos, ya no solo de los personajes, sino de las ideas y estéticas que pusieron en juego.

2.

Las particularidades de la generación del 50, por ejemplo, su enciclopedismo aristocrático, su impugnación a la tradición chilena, su rechazo a cualquier indicio de localismo, su pretensión arribista de instalarse en Europa. Aunque el único de sus representantes que llegó a jugar en la liga española del boom latinoamericano fue el propio José Donoso; el otro, Jorge Edwards, estuvo siempre en una segunda división, más social y diplomática que otra cosa. Y en la liga local jugaban Enrique Lafourcade, el gran promotor de su generación, Guillermo Blanco, Claudio Giaconi, entre otros.

Donoso fue el mejor, no hay dudas, por la potencia alegórica de su imaginario, la proyección de sus miedos de clase, la representación de una decadencia cuajada dentro de grandes casonas donde habita, a modo de fantasma, un esplendor ya pasado. Los monstruos donosianos son la inminencia de un orden acechado por lo que, en realidad, no se conoce y a lo que, sobre todo, se le teme. Un hálito popular que, fuera de la casa, ya no se controla y se ve crecer y crecer como una amenaza. Su acercamiento a lo popular está marcado por ese miedo, y se expresa también en una pulsión de deseo que se resuelve desde el paternalismo.

Coronación es de 1957, El lugar sin límites de 1966, El obsceno pájaro de la noche de 1970: sólo alguien con el origen y el talento de Donoso podía escribir una alegoría tan precisa sobre la magnitud del miedo que reinaba en la oligarquía chilena de esos años, los años de Revolución en Libertad primero y la Unidad Popular después.

El documental Pepe Donoso, de 1977, es una especie de homenaje en vida realizado quizás desde la genuina admiración del joven cineasta Carlos Flores del Pino por el reconocido novelista que, a sus 51 años, regresaba a Chile luego de doce años de ausencia. Filmada durante los peores años de la dictadura, la película dura 44 minutos y es una evidente operación de posicionamiento que, sin embargo, termina mostrando algunos de los flancos más oscuros del autor ilustre. El remedo de bohemia en un país con toque de queda o el brutal final que espejea con el caso del hijo de Carlos Larraín, por ejemplo. Pero hay un momento involuntario, casi invisible, que resulta particularmente perturbador. Donoso recorre las calles de Santiago en un auto, mientras habla del centro, de la Quinta Normal, y vemos barrios populares, casas de fachada continua por las que a veces cruza una persona o un perro, calles con adoquines por los que atraviesan caballos o feriantes con el torso desnudo arrastrando sus carretones. Entonces, en el minuto 26:51’’, en un muy segundo plano, un hombre cae al suelo en mitad de la calle; nadie a su alrededor reacciona, la cámara tampoco parece ser consciente del registro, puede tratarse un borracho que se desploma de a poco, un trabajador que se sintió mal de improviso, o puede ser una bala muda que provino de algún lugar incierto y entró en el pecho del transeúnte. La película corta con un primer plano de un tipo que lee el diario, mientras un chelo sigue con una melodía nostalgicona.

Entre 1973 y 1989, la generación de Donoso estaba en plena producción; él mismo publicó en ese período al menos seis libros. ¿Pero quiénes fueron los herederos de ese legado? En Correspondencias, el epistolario entre Donoso y Carlos Fuentes, publicado hace poco por Alfaguara, el mexicano establece una genealogía, la continuidad de un proyecto: “Esta gran generación, esta nueva y gran generación de novelistas chilenos, son muchos de ellos discípulos de los talleres de José Donoso: Arturo Fonteine, Carlos Cerda, Gonzalo Contreras y, desde luego, Marcela Serrano”.

En términos de transmisión de bienes y derechos es probable que Fuentes tenga razón, pero en cuanto a la sucesión lineal, se salta una generación entera.

3.

Porque mientras los autores del 50 terminaban de instalar su programa narrativo, una nueva generación de escritores irrumpía con un aire vital, callejero, de festivo espíritu pop, entre los que desde el principio destacó Antonio Skármeta con su libro de cuentos El entusiasmo, publicado en 1967 por Zig Zag. Poli Délano, Fernando Jerez, Eugenia Echeverría, Ariel Dorfman, eran en su mayoría militantes de izquierda, estudiantes o profesores de la Universidad de Chile. De hecho, fue Armando Cassigoli, profesor del Pedagógico, quien dio las primeras luces sobre este grupo generacional con su antología Cuentistas de la universidad, publicada en 1959 por editorial Universitaria. Entre los jóvenes antologados destacan el cineasta Patricio Guzmán, quien escribe un cuento de ciencia ficción, y el poeta Jorge Teillier, quien presenta un relato de amor y de trenes y cerezos que se balancean con la lluvia.

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No aparece, sin embargo, Carlos Olivárez, quien entonces tenía 15 años y vivía en el sur, en La Unión. Su debut literario sería doce años después, con Concentración de bicicletas, un libro de cuentos que deslumbró por su potencia antisolemne, la efervescencia sensorial y la recurrencia de un lenguaje localista y juguetón. Para entonces el joven Olivárez había llegado a estudiar a Santiago, en medio del fervor producido por el ascenso de Salvador Allende al poder.

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Y estaba en eso cuando vino el Golpe. La mayoría de sus compañeros de generación partieron al exilio, pero él se quedó a vivir el insilio, encerrado en el alcohol, junto a su compadre Teillier, en una estrategia que alguna vez resumió de la siguiente manera: «Soy del sur (…). En el sur se vivía desde la Conquista un Far West de la violencia. Luego, el Far West se extendió a todo el país y si asomabas la cabeza te la cortaban. Fue el tiempo del disimulo. Hubo que hacerse invisible en el paisaje, ser una parte más de la geografía”.

(Mientras todo eso ocurría, Flores del Pino filmaba su documental con Donoso, curiosamente en el mismo año en que Patricio Guzmán presentaba desde el exilio La batalla de Chile).

Después, en 1988, Carlos Olivárez publicó un segundo libro, también de cuentos. Combustión interna sostiene una prosa y un lenguaje, pero ya marcados por la violencia y la locura. Ese mismo año editó una antología de narradores y poetas de su generación, a la que llamó Los veteranos del 70. Entre los seleccionados están Guido Eytel, Mauricio Wacquez, Cristián Huneeus, y poetas como Omar Lara, Gonzalo Millán y José Ángel Cuevas. En el prólogo, Olivárez señala: “Todos juntos podríamos construir una media ni que obra maestra para la posteridad, haciéndonos los lesos, mirando de reojo, despojando la prosa y la poesía de todas sus camisas de fuerza”. 

Para entonces, Skármeta vivía en Alemania y ya había publicado Ardiente paciencia, que luego pasaría a llamarse El cartero de Neruda, debido al estruendoso éxito de su adaptación cinematográfica. Después volvió a Chile como gestor cultural de la Concertación y a través de sus talleres tomó, con una muñeca deslumbrante, las riendas de la transición generacional; más tarde fue nombrado embajador y siguió publicando algunos best sellers que ya no tenían el aliento de la calle de sus primeros cuentos, lo que supuso, de algún modo, la supresión de su origen o la prescindencia de su generación literaria.

4.

Así, la operación de Fuentes, que supone el olvido de esa generación, parece ir más en la línea de la restauración de un proyecto interrumpido, como si los miedos y deseos ocultos se mudaran de las viejas casonas a modernos departamentos y cafés en Providencia. Es la concepción parnasiana heredada por los representantes de la Nueva Narrativa, con una misma aspiración universalista o, más bien, globalizada, aunque ninguno de ellos logró realmente cruzar las fronteras del horroroso Chile. Como reciprocidad o devuelta de mano, la instalación de Donoso en los noventa resultó impecable, impoluta, también gracias a la incondicionalidad de los muchachos de la Nueva Narrativa.

Se retomó así el proyecto de la literatura y el arte como una pátina, más o menos densa, que da brillo a los problemas sociales y políticos, pero que siempre va por fuera de ellos, es otra cosa. Es, sobre todo, algo que sosiega y evita el conflicto.

La literatura como campo de batalla, en cambio, supone lo contrario. Supone, por lo pronto, algo vivo, en constante movimiento, algo que se mancha y se contamina con el presente, porque es ahí donde siempre se está definiendo el futuro, también en su dimensión de trascendencia literaria. Porque un clásico nunca le rehuye al presente, al contrario, lo desafía y se somete voluntariamente a su escrutinio.

Supone, además, una honestidad de base que nos obliga a mostrar las cartas o las armas y posiciona a cada uno donde quiere estar, contra esa variante de lucha espuria e improductiva que es el cahuín, que desde el murmullo restringido nunca termina por desmantelar la gran mentira del consenso.

La muerte, es cierto, tiende a conspirar a favor de la estrategia consensual, bajo el lugar común de que “no hay muerto malo”. Aunque en literatura el consenso es algo así como la muerte misma, algo que no se lo desearía a nadie, ni a mi peor enemigo.

Ni a ti, querido Pepe, ni a ti, querido Antonio.