1. El que busca encuentra, el que golpea la puerta será atendido
Recuerdo el día con una claridad sobrenatural, aunque algunos detalles se me escapan. Si era temprano por la tarde o no; si era de mañana, por ejemplo. Mi vida, tan desordenada entonces, no me permite tener referencias como después o antes del almuerzo, de mañana o al atardecer. Pero debía ser de tarde, lógicamente. Era 1999. Había dejado de tomar cocaína hacía años, pero a veces, para darme ánimos, usaba un poquito (de verdad un poquito: poco después la abandoné definitivamente porque me daba ataques de ansiedad; más me costó dejar el alcohol, y muchísimo más los cigarrillos). Tenía una entrevista telefónica con Brett Anderson, el cantante de Suede. La banda estaba promocionando el disco Head Music. En esos años aún había cd, la decadencia de las discográficas estaba en puertas y se adivinaba, pero sostenían algunas campañas y lanzamientos y escuchas privadas, cosas impensables hoy.
Pedí la entrevista sin esperanzas, y me la dieron. ¿Por qué no tenía esperanzas? Creo que sobreestimaba la situación. Yo era periodista de rock de un medio importante y la banda no era muy popular en Argentina. Los nervios eran solo míos. Quiero aclarar: soy fan incondicional de Suede. No estoy enamorada de Brett Anderson, sin embargo, pero, en fin, es el cantante de mi banda.
Sé que hay gente que no entiende ese desamor, especialmente fans, y que no lo entienden porque es el letrista, el letrista, el corazón de la banda. Es su estética la que impregna todo y la que amo. Y él es un hombre hermosísimo, escandaloso de guapo. Pero cuando conocí a Suede yo estaba perdida por el guitarrista Bernard Butler, y cuando se fue me enamoré hasta el llanto del tecladista Neil Codling.
Es un error muy común creer que el fan siempre se desvanece por el líder. A veces pasa. No es mi caso. Siempre preferí a los guitarristas, cuando se trata de bandas.
Como sea, igual lo adoro pero podía conducir la entrevista con relativa calma teniendo en cuenta que no hablaba con mi gran obsesión (prefiero no hacer entrevistas con grandes amores, o, mejor dicho, lo prefería entonces, cuando era periodista de rock).
Head Music, el disco, me había gustado. Ahora ya no me gusta, pero estamos hablando de fines de los noventa y de una casa en la ciudad de La Plata que yo alquilaba con mi padre, la Argentina ingresaba en una de sus peores crisis económicas, yo estaba deprimida y de ninguna manera iba a reconocer que el disco de mi banda era malo porque me estaba salvando (un poco) la vida.
Tomé una cerveza y una rayita de cocaína para darme fuerzas y esperé el llamado (a veces, cuando se hacían entrevistas telefónicas, te daban un número, en otras oportunidades llamaban ellos). El llamado fue puntual. Recuerdo el teléfono porque lo observé con todo el cuerpo temblando cuando timbraba. Blanco, el cable sucio con costras negruzcas sobre el plástico. Los números grises. El lugar donde iba el mini-casete con el que iba a grabar gris más oscuro y el botón de grabado, anaranjado. Lo debo haber probado mil veces. También puse al lado lo que entonces se llamaba “reporter” es decir, un grabador pequeño para casetes de cinta pequeño que usábamos los periodistas antes de que existiera el teléfono celular. Conozco algunos anticuados que aún los usan.
El teléfono estaba al lado de una ventana que daba al patio y recuerdo ver cómo recorría el muro mi gata Blixa, una gorda malísima que se la pasaba matando pájaros y los traía en la boca: con las alas del pobre animal desplegadas, la pareja de cazador y presa parecían un animal mitólogico.
Brett llamó a la hora señalada, yo estaba preparada en mi sillón rojo, con todos los dispositivos en marcha y una lista de preguntas que me fui salteando.